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2021. Beatificación en la Catedral de Tortosa de cuatro mártires de la Guerra Civil Española.


Información recogida de la pagina Web de La Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos fundada en 1883 por el Beato Mosen Manuel Domingo y Sol.


La catedral de Tortosa acogió en la mañana del 30 de octubre de 2021, la beatificación de los últimos cuatro mártires operarios, asesinados durante la guerra civil Española 1936-1939.

“En Cristo, la vida nunca se pierde, antes bien se encuentra, porque él es la Vida”, ha recordado en su homilía el cardenal Semeraro, prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos.


Francisco Cástor Sojo López, Millán Garde Serrano, Manuel Galcerá Videllet y Aquilino Pastor Cambero han sido declarados beatos en el marco de una solemne celebración en la catedral. El cardenal Semeraro, prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, ha presidido la eucaristía de Beatificación y estuvo acompañado en la celebración de la eucaristía por el obispo de Tortosa Mons.Enrique Benavent, y el director general de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, Florencio Abajo.


Al inicio de la Eucaristía, se ha desarrollado el rito de la Beatificación. El obispo de Ciudad Real, Mons. Gerardo García Melgar, ha dirigido la súplica al representante del Santo Padre para la inscripción en el número de los beatos a Francisco Cástor Sojo López, Millán Garde Serrano, Manuel Galcerá Videllet y Aquilino Pastor Cambero. Por su parte, el Postulador de la causa, Carlos Comendador ha presentado a los Siervos de Dios a través de la lectura de una breve biografía de cada uno estos testigos de su sacerdocio.


A continuación, ha llegado el momento central de la ceremonia. El cardenal Marcelo Semeraro, por mandato del papa Francisco, ha leído la Carta Apostólica en la que Su Santidad inscribe en el libro de los beatos a los Siervos de Dios que dieron su vida en defensa de la fe. Al acabar, se ha procedido a descubrir el tapiz con la imagen de los nuevos beatos. Las reliquias han salido en procesión hasta quedarse a los pies de la imagen. El obispo de Cuenca, Mons. José María Yanguas Sanz, ha agradecido al Santo Padre la beatificación de otros cuatro mártires operarios, en representación de su diócesis y las de Jaén y Ciudad Real.

Beato Francisco Sojo.


Francisco Cástor Sojo López nació en Madrigalejo, provincia de Cáceres y diócesis de Plasencia, el 28 de marzo de 1881, y fue bautizado el 1 de abril. Siendo muy pequeño su familia se trasladó a Guadalupe.

A los once años ingresó en el Colegio de Vocaciones de Plasencia. En 1897 fue enviado al Seminario Menor de Jesús, María y José de Lisboa como auxiliar de los operarios, donde permaneció dos cursos. Volvió a Plasencia el curso 1899-1900 para terminar los estudios. Recibió la tonsura clerical y las órdenes menores el 8 de junio de 1900.


Regresó a Lisboa en octubre de 1900, aunque esta vez su estancia fue muy breve debido a los problemas sociales del país. Ante las amenazas de algunos grupos violentos, los operarios se vieron obligados a salir de Portugal en marzo de 1901. De este modo, Francisco experimentó ya la persecución en su juventud.


Licenciado en Teología por el Colegio de Vocaciones de Toledo. Recibió la ordenación sacerdotal en Plasencia el día 19 de diciembre de 1903, quedando incardinado en Toledo. Celebró su Primera Misa en el célebre santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. Realizó su primera consagración a la Hermandad el 12 de agosto de 1904.


Siendo ya licenciado en Sagrada Teología, en septiembre de 1903 volvió al Colegio de Vocaciones de Plasencia, ahora como prefecto, bajo las órdenes del director don Esteban Ginés. Cuatro años más tarde le sucedió como director del Colegio.


Durante todos estos años fue profesor de música con absoluta generosidad, como era su modo de ser y actuar. A este propósito, siguió varios cursos de gregoriano y más de un verano consiguió permiso para viajar al Monasterio de Montserrat, a fin de perfeccionar sus conocimientos musicales.


Logró crear en el Colegio un clima de familia, donde todos se sentían a gusto, queridos y hermanos. Ayudaba cuanto podía a sus colegiales, sobre todo a los más necesitados. Trabajó durante varios años en muy malas condiciones materiales; sin embargo, se recuerda de modo particular el interés con el que preparó la celebración del vigesimoquinto aniversario de la fundación del Colegio y su devoción en las fiestas del Reservado. Acompañó también algunas vocaciones para la Hermandad.


Fue enviado al Seminario de Badajoz como administrador en 1918. Ejerció este cargo durante cinco años, hasta que la Hermandad dejó de trabajar allí. Entonces volvió en 1923 a Plasencia, esta vez al Seminario diocesano, como prefecto de los alumnos. Era rector el Beato Pedro Ruiz de los Paños, y don Francisco le ayudó a transcribir a máquina los escritos del Fundador de la Hermandad.


Su regreso a Plasencia sólo duró un año, pues el Director general pensó en él para el Seminario de Segovia. Allí encontró 190 alumnos, que muy pronto sintonizaron con él. Aunque permaneció solamente dos cursos, le costó mucho dejar este seminario.


Así, en 1926 fue nombrado Director del Colegio de Vocaciones de Astorga. Se dedicó totalmente a su tarea: trabajó para realizar mejoras en el edificio, formó una biblioteca de libros espirituales… De este modo logró que, en medio de la pobreza del Colegio, todos se sintieran a gusto, como en su casa.

Permaneció en Astorga hasta 1933, año en el que el Colegio de vocaciones se unió al Seminario Mayor.


Su último destino fue el de mayordomo en el Seminario de Ciudad Real, adonde llegó en 1933. Como había hecho siempre, se consagró en cuerpo y alma al cumplimiento de su misión, con una dedicación integral a los alumnos empleando todos los medios a su alcance. No fue un mayordomo que se dedicara a las cuentas sin más. Pronto comenzó dando clases de música a teólogos y filósofos. Siempre se sirvió de ella como un elemento formativo, pues era un excelente intérprete, incansable cultivador de la música, tanto religiosa como profana.


Después de participar en Tortosa en los ejercicios espirituales, la persecución de 1936 le sorprendió en Ciudad Real, a pesar de ser tiempo de vacaciones. Con él se encontraba el rector del Seminario, el Beato José Pascual Carda. El 23 de julio una turba de forajidos asaltó el Seminario y los dos sacerdotes se vieron obligados a salir. Por lo que pudiera ocurrir, se apresuraron a sacar del Seminario y depositar en lugar seguro la custodia, los cálices, las vestiduras sagradas y las cosas de mayor valor.


No encontraron refugio en casa de amigos por miedo a las represalias, por lo que se instalaron en la Fonda Francesa para estar en contacto con el Sr. Obispo, el Beato Narciso de Estenaga y Echevarría, ya que se encontraba enfrente del palacio episcopal y podían comunicarse por las ventanas de ambos edificios.


Pero después de que el Sr. Obispo fuera martirizado el 22 de agosto, don Pascual decidió viajar con un salvoconducto a su pueblo de Villarreal (Castellón). Sin embargo, fue apresado el 26 de agosto al llegar a la estación y el 4 de septiembre fue martirizado.


Don Francisco continuó en la Fonda Francesa con el Padre claretiano Francisco García y García de Castro. Una de las mujeres que coincidió con él allí confesó que jamás perdía la serenidad y estaba muy dispuesto al martirio.


El día 12 de septiembre, a las doce y media del mediodía, se presentaron en la Fonda los esbirros de la muerte. Sacaron a los dos sacerdotes y a un joven de 18 años, llamado José Delgado. Durante el trayecto recogieron también al Sr. Penitenciario de la catedral, don Fermín Isasi Gronda. Los llevaron al Seminario, convertido en checa, donde pasaron el resto del día. La noche del 12 al 13 de septiembre de 1936 los asesinaron al oeste de Ciudad Real, no muy lejos del santuario de Alarcos, junto a un abrevadero artificial. Fueron enterrados en una zanja a la entrada del cementerio del pueblo llamado Valverde.


Él ya se había estado preparando para el martirio con mucha antelación, como había escrito a un operario en 1931: «Todavía no hemos llegado a merecer un Operario mártir y que ha de ser envidiable la gloria del primero»


Se caracterizó por ser un modelo de educador, debido el carácter de vida de familia que imprimía en la comunidad. Sabía crear un ambiente familiar donde no existía el miedo. Sus normas y procedimientos educativos eran sencillos, pero muy eficaces. Se reducían a mirar como a hijos a sus alumnos y tratarles como tales ante Dios. Vivía plenamente entregado a sus seminaristas y colegiales.

Amó a la Hermandad con afecto entrañable. Se esforzó en ser un operario modelo por su desinterés, su espíritu de piedad y sacrificio, su humanidad sin límites y su vida interior nada común sustentada sobre una mortificación corporal multiforme.

Beato Millán Garde.


Millán Garde Serrano nació en Vara de Rey, provincia y diócesis de Cuenca, el 21 de diciembre de 1876, hijo de Nicolás y Lorenza. Después de completar sus estudios en el Seminario de Cuenca, fue ordenado sacerdote el 21 de diciembre de 1901. Obtuvo en Toledo la licenciatura en Derecho Canónico en junio de 1903.


Realizó la consagración en la Hermandad el 10 de agosto de 1903 y permaneció un año más en el Seminario de Toledo como prefecto. Al año siguiente fue enviado, también como prefecto, al seminario de Badajoz, donde permaneció solamente un curso.


Marchó a México en 1905 para trabajar en el seminario de Cuernavaca. Primero fue prefecto y profesor, y posteriormente director espiritual. Después de tres años fue destinado al seminario de Querétaro. No tenía reparos en manifestar su disconformidad por cierta falta de espíritu y poca vida verdaderamente fraterna.


Regresó en 1911 a España con algunos problemas de salud y con la intención de ingresar en la Cartuja, para poder dedicarse solamente a la vida espiritual. Pero el Director general le convenció para que siguiera trabajando en la formación de los futuros sacerdotes. Como era muy obediente, siguió sus consejos y, después de unos meses de discernimiento en el Seminario de Toledo, fue destinado en 1912 al de Valladolid como director espiritual. También se le encargó de la Secretaría de estudios de la Universidad.


Después de nueve años marchó al Seminario de Salamanca, también como director espiritual, donde dejó una huella profunda en sus dirigidos. En 1925 fue destinado como Administrador del Seminario de Astorga. Le costó mucho aceptar este cargo y lo pasó mal, porque no se sentía cómodo realizando esta tarea.


Al año siguiente don Millán fue nombrado director del Colegio de Vocaciones de San José de Plasencia, al mismo tiempo que se hacía cargo de la dirección espiritual del Seminario mayor. Pronto adquirió fama y prestigio entre el clero y el pueblo como sacerdote piadosísimo, afable y sacrificado. Durante los agitados y tormentosos años de la República ya manifestaba deseos de martirio: «¡Cuán dichosos seríamos si alguno nos cortase la cabeza para derramar nuestra sangre por Cristo!».


El último cargo que tuvo don Millán fue el de director espiritual del Seminario de León, adonde llegó en 1935. Al finalizar el curso, viajó a su pueblo, Vara de Rey, con la intención de ir luego a Toledo, para ayudar al Beato Pedro Ruiz de los Paños en la fundación de las Discípulas de Jesús.

A primeros de agosto, cuando muy de mañana se dirigía a la iglesia parroquial, según tenía por costumbre, le fue arrebatada violentamente la llave por el alcalde. Se le ordenó además que en adelante no se presentase en público vestido de sotana. Puede asegurarse que desde ese momento quedó detenido y preso en casa de su hermano, pues rara vez se le vio en aquellos primeros días, por no permitírselo el Comité revolucionario.


La primera tarea que le impusieron a don Millán fue la de realizar, junto con otros dos sacerdotes, un inventario de todos los enseres de las casas que habían sido incautadas. Un día le llamaron para que abriera el sagrario, pues no habían podido forzarlo. Él aprovechó para sumir la Eucaristía, mientras los dos milicianos se animaban uno a otro a dispararle sin llegar a decidirse.


Cuando finalizó el trabajo del inventario la Junta revolucionaria le obligó a mantener un comedor público para pobres, junto con el sacerdote don Jesús Granero. Con este motivo le fue levantada la prohibición de salir a la calle, aunque lo hacía vestido de seglar.


Los dos sacerdotes recibieron de las cocineras del comedor los tratos más indignos y los insultos más groseros. Les encargaron de servir a la mesa y acarrear lo necesario para las comidas, así como la leña, que les hicieron tomar de los bancos y retablos de la Iglesia.


Con el pretexto de buscar lo que se precisaba cada día para el comedor, visitaba a aquellas personas que requerían su ministerio, siendo muchas veces las que por este medio pudieron seguir recibiendo el sacramento de la penitencia. Cuando el sacerdote don Jesús Granero fue asesinado, los familiares y amigos de don Millán empezaron a temer por su vida y le aconsejaron que se ocultara. Lo hizo cuando se agotaron los recursos para mantener el comedor popular.


Primero se escondió en la casa de su hermano Inocente. Después, para evitar más tensiones en la familia, decidió cambiar de escondite y se ocultó en la casa de su primo, que era contigua. Muchas fueron las ocasiones en que le buscaron, pero sin resultado alguno. Más de una vez no lo encontraron porque no había llegado su hora. Durante este tiempo su vida discurría toda ocupada en rezar, estudiar y escribir. Sostenía frecuente correspondencia y conversaba con diversas personas.


Por su seguridad, se consideró necesario realizar un nuevo traslado a otra casa. Este se llevó a cabo el 5 de agosto de 1937, a altas horas de la noche. Ahora pudieron conseguir todo lo necesario para la Eucaristía, que celebró por primera vez después de un año, en la fiesta de la Asunción de la Virgen.


Desde entonces, no dejó de celebrar la misa ni un solo día en los nueve meses que permaneció allí oculto; hacía la meditación ante el sagrario, y la noche del jueves al viernes la pasaba toda en su compañía; durante el día hacía frecuentes y largas visitas; y todos los domingos había función eucarística, que terminaba con la bendición con el Santísimo.


Durante este tiempo don Millán se caracterizó además por su intensa laboriosidad en favor de las almas, a pesar de estar oculto. Se informó a personas piadosas para que pudieran participar por turnos en la Eucaristía, y para no privar de la Comunión a aquellas otras que no podían ir se dispuso que dos jóvenes les llevasen la Eucaristía, incluso a pueblos vecinos.


Denunciado por un anónimo, en la mañana del 9 de abril de 1938 el Comité registró la casa en la que se encontraba. Fue apresado y conducido a prisión, donde fue sometido a malos tratos. Después de ser conducido a San Clemente, el 3 de mayo fue llevado a la cárcel que se había instalado en el Seminario de Cuenca.


Don Millán estuvo encerrado en una celda con unas condiciones lamentables y una alimentación escasa. Además, todas las noches recibía una paliza, propinada por los guardias de asalto con las porras que ellos usaban. Nunca se quejó. Cada vez que sus carceleros le veían con el rosario en las manos, le insultaban groseramente. En una ocasión un guardia le amenazó con la muerte si seguía rezando y él le contestó: «Ya podéis matarme, que no dejaré de rezar».


Su estado de salud se agravó y, cuando ya era casi cadáver, el médico dispuso que fuese trasladado a otra cárcel con mejores condiciones, el convento de religiosas Carmelitas Descalzas. Allí le atendieron su sobrino Maximiliano y otro joven, llamado Mariano Ortega. También tuvo la ocasión de confesarse con don Trifón Beltrán.


Solo sobrevivió nueve días. Su naturaleza, extremadamente agotada por los muchos y continuos sufrimientos físicos y morales que había soportado durante dos años, no pudo ya reaccionar. El estómago no le admitía ninguna clase de alimentos. Los pocos días que vivió en la nueva cárcel, los pasó todos ellos en la enfermería, sin poder levantarse. Entregó su alma el 7 de julio de 1938, al finalizar el rosario que estaba rezando con su sobrino.

Beato Manuel Galcera.


Manuel Galcerá Videllet nació el 8 de julio de 1877 en Caseres, provincia de Tarragona y perteneciente a la diócesis de Tortosa, en el seno de una familia humilde que trabajaba el campo. Sus padres se llamaban Manuel y Dolores.

Realizó sus primeros estudios en el Colegio de San José de vocaciones sacerdotales de Tortosa. Marchó después al Seminario central de Zaragoza para estudiar Derecho Canónico y obtener el doctorado en Teología. Gozaba de una gran capacidad intelectual y, aficionado a los idiomas, dominaba el francés, el alemán y el inglés.

Fue ordenado sacerdote el 1 de julio de 1901 y permaneció en el Seminario de Zaragoza como auxiliar de los operarios hasta 1905. Ingresó en la Hermandad como aspirante el 19 de agosto de ese año y realizó su primera consagración el 12 de agosto de 1907.

Después de un curso como prefecto en el Seminario de Barcelona (1907-1908), los superiores le destinaron a Tarragona como administrador, formando parte del primer equipo de operarios que empezó a trabajar en este seminario. Él siempre recordó con mucho cariño aquellos años de Tarragona, donde coincidió con un grupo de futuros mártires: los beatos Joaquín Jovaní, Mateo Despons y Cristóbal Baqués.

Aparte de la administración, estaba encargado también de los seminaristas externos. Se distinguió por su entrega en la labor formativa y por su interés por introducir algunas mejoras pedagógicas. Destacó asimismo como gran catequista y se responsabilizó de la organización de los Catecismos.

Al poco de morir su buena madre, fue destinado en 1911 al Seminario de Cuernavaca, en México, para asumir alguna cátedra de teología. Allí fue profesor de Teología dogmática, de Hermenéutica y de Hebreo. Con la ayuda del beato Isidro Bover, promovieron algunas mejoras en la vida de la comunidad. Sin embargo, el clima de Cuernavaca afectó seriamente a su salud y fue enviado en 1913 al Seminario de Querétaro, donde también fue profesor y asumió parte de la administración de la casa. Sin embargo, a causa de la revolución mexicana, quedaron clausurados los seminarios de Cuernavaca y Querétaro. Don Manuel regresó a España al cumplirse los tres años para los que fue destinado a México.

La verdad es que volvió con la salud bastante quebrantada. Por su frágil salud y por la necesidad del Director general de tener que configurar los equipos de formadores, pasó por varios seminarios en poco tiempo. Fue administrador en el de Badajoz (1914-1915) y después en el de Ciudad Real (1915-1916). Don Manuel Grau, rector de este último, no escatimaba elogios sobre él: «Está muy contento, muy animoso y trabajando como buenísimo Operario… Es bueno, lo hace bien, tiene buena voluntad y muy buenos deseos, y no quiere salir de aquí… Se le tiene en muy buen concepto, se entiende bastante bien con la comunidad…». A pesar de su deseo, tuvo que cambiar de aires una vez más por motivos de salud, y fue enviado a Zaragoza, donde pasó dos cursos como administrador. Por su carácter pacífico y sereno, siempre sembraba paz a su alrededor y por ello el Director general le confió el cuidado de dos operarios que pasaban por dificultades.

El Rector del Colegio Español de Roma, el Beato Joaquín Jovaní, que le conoció en Tarragona y que tanto lo apreciaba, insistió para que enviasen a don Manuel al Colegio de Roma, como profesor-repetidor de Filosofía. Sin embargo, su estado de salud no mejoró allí y el médico confirmó que su debilidad era tanta que necesitaba un año o dos de completo reposo, por lo que aconsejó que no debería trabajar mentalmente en nada. Así que tuvo que abandonar Roma después de un solo curso (1919-1920).

Sin embargo, poco le iba a durar el reposo completo prescrito por el doctor. El 2 de noviembre de 1920 fallecía el administrador del Seminario de Barcelona, y don Manuel fue enviado allí para sustituirle. En Barcelona se sintió a gusto y trabajó bien.

En 1924 marchó al Seminario de Valladolid. Allí asumió excesivo trabajo. Era administrador y también estaba encargado de la Secretará de estudios y de la sección de seminaristas mayores como prefecto. Posteriormente también atendió a los seminaristas externos. Por todo ello, su actuación en Valladolid fue ejemplar.

Siempre y en todas las casas donde actuó, él procuraba que reinara la armonía más cordial en el equipo de formadores y no perdonaba sacrificios para conseguirlo.

Sintió la necesidad de atender a su padre, que se encontraba enfermo y debilitado en el pueblo, y por ello pensó en dejar la Hermandad. Sin embargo, el Director general le animó a continuar, asegurándole que la Hermanad se encargaría del bienestar de su padre.

Marchó en 1933 al Seminario Menor de Zaragoza, situado en Belchite, donde trabajó como prefecto y profesor. Después de un solo curso llegó a su último destino, como director espiritual del Seminario Menor de la Diócesis de Jaén en Baeza.

Dos años estuvo en Baeza (1934-1936), como profesor y director espiritual del Seminario y también como confesor de las religiosas Agustinas y Carmelitas. Fue un operario dedicado plenamente a su tarea de formador espiritual.

En Baeza le sorprendió la persecución religiosa de 1936. El 20 de julio quedó violentamente clausurado el Seminario, siendo encarcelado junto con su compañero don Aquilino Pastor. Antes estuvieron refugiados en la casa de una familia amiga del Seminario.


De allí fueron llevados al Ayuntamiento, donde los separaron. A don Manuel le condujeron después a la cárcel, que estaba llena de presos, entre los cuales se encontraban quince sacerdotes. Durante el tiempo de su cautiverio vivían unidos en la oración y confortados por el sacramento de la Penitencia, que se administraban mutuamente. Así estuvieron desde el 20 de julio al 3 de septiembre, alentándose unos a otros para el martirio.

En la madrugada del 3 de septiembre, treinta y uno de los presos –doce de ellos sacerdotes, entre los que se encontraba don Manuel Galcerá– fueron conducidos por una carretera secundaria a un lugar apartado, a unos nueve kilómetros de Baeza, en el término municipal de Ibros. Allí fueron asesinados por un pelotón de milicianos. El canónigo penitenciario, don Francisco Martínez Baeza, absolvió a todos antes de que los mataran.

Fueron enterrados en una fosa común del cementerio de Ibros. Al terminar la guerra en 1939, fueron exhumados los restos mortales de «los 31», como se denomina en Baeza a este grupo de mártires, y llevados procesionalmente a su catedral.

D. Antonio Torres traza así su retrato espiritual: «Desde tiempos de estudiante gozó don Manuel de fama de hombre de no común talento. Fue siempre amigo y cultivador del estudio. Apacible de carácter, recogido y abstraído en su afán de saber, pasó por la vida con una edificante humildad, aceptando y conformándose con los varios ministerios que los superiores le fueron confiando. Poseyó gran caudal de ciencia; pero supo santificarse con la suprema ciencia de la humildad y sencillez».

Quienes lo conocieron y trataron lo describen como un operario muy bondadoso, que sabía resolver sus problemas sonriendo, de gran talento; también bastante enfermo, lo cual le impedía trabajar tanto como le hubiera gustado; hombre de mucha fe y plenamente entregado a su misión, con obediencia cordial y muy devoto de la Santísima Eucaristía. Los testimonios lo definen como un sacerdote cabal, fiel a sus compromisos y a sus votos, dedicado a su ministerio y querido por todos.


Beato Aquilino Pastor.


Aquilino Pastor Cambero nació en Zarza de Granadilla, provincia de Cáceres y diócesis de Coria, el día 4 de enero de 1911, hijo de Felipe y Margarita. Era el menor de cinco hermanos.

Muy pronto se comprobó en Aquilino su marcada inclinación al sacerdocio. Cuentan sus paisanos que ya desde muy pequeño sus juegos consistían en decir misa en altarcitos que él mismo preparaba, convocando a sus amigos con una campanita para que acudieran a sus «ceremonias», que celebraba en una pequeña capilla, instalada en una alacena de la casa.

El párroco de Zarza de Granadilla, don Celestino Rivera, se interesó enseguida por esta vocación incipiente que él empezó a cultivar con esmero. A este propósito, le preparó en el mismo pueblo para los primeros cursos de latín y humanidades, que aprobó más tarde con muy buenas calificaciones en el Seminario de Coria, donde ingresó como alumno interno el curso 1923-1924. Como su familia era humilde y no podía asumir todos los gastos del seminario, el buen párroco se comprometió, a partir del tercer curso, a ayudarles para cubrir lo que costaba el internado y los estudios.

El año 1932 su Obispo le envió al Seminario central de Toledo, que entonces concedía grados universitarios en las ciencias eclesiásticas, para que allí perfeccionara sus estudios, ya que tenía cualidades para ello. Dos años más tarde conoció al Beato Pedro Ruiz de los Paños, que, como Director general de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, se encontraba visitando el Seminario de Toledo. Don Aquilino desde el primer momento se quedó prendado del ministerio de formador de sacerdotes, como él mismo confiesa en una carta que dirigió a don Pedro: «El que suscribe es uno de los tres seminaristas toledanos que pasaron la hora de la comida en santa charla con usted; el mismo que hubo de decirle que apenas conocía a la Hermandad… Pero quedé tan enamorado de ella, que claramente conocí que el Señor me llamaba por ese camino para trabajar en su viña».

Su padre falleció en abril de 1934 y el joven Aquilino tuvo que convencer a su madre de su vocación de operario, comprometiéndose a velar para que nunca le faltase nada. De este modo, en septiembre marchó a la Casa de Probación que la Hermandad tenía en Tortosa, donde permaneció durante un curso. El testimonio de un compañero de curso es elocuente: «Vivimos juntos en una comunidad pequeña y por consiguiente de vida íntima, en la que reinaba la caridad, la comunicación constante y la fraternidad entrañable. Por ello pude advertir y admirar en él su buen carácter, su naturalidad y sencillez en todo, su afabilidad en el trato y su delicadeza en la conversación franca y admirable. En suma, era un dechado de seminarista mayor, por su piedad y su ansia de formación de un candidato perfecto al sacerdocio».

Terminado este año de prueba fue ordenado sacerdote en Plasencia el 25 de agosto de 1935 y celebró su primera Misa en Zarza de Granadilla tres días después. Su madre vivió la ceremonia emocionada y su párroco, don Celestino, fue su padrino.

Con su sacerdocio recién estrenado, fue destinado por sus superiores al seminario de Baeza, como prefecto de alumnos, profesor de 2º de latín y bibliotecario. Le gustaba atender a los alumnos con cariño y perseverancia. Escribía a poco de llegar a Baeza: «Con los chicos marcho bien, revistiéndome antes de mucha paciencia y no menor amor y cariño, que es el único medio de poder depositar en sus corazones la buena semilla». No dejó de cuidar su formación permanente gracias a su interés por la lectura de libros espirituales.

Como era sumamente sencillo, bondadoso y entregado, cayó muy bien a sus alumnos, que se expresaban así en la crónica enviada a la revista El Correo Josefino: «Deseamos que le vaya muy bien a don Aquilino Pastor, quien como viene nuevecito y flamante de la fábrica, está lleno de ardores por nuestro bien espiritual, resultando un pastor de verdad».

Además de su dedicación al Seminario, trabajaba apostólicamente con los jóvenes Tarsicios y con los de la Acción Católica, multiplicándose para todo lo que supusiera gloria de Dios y de las almas: «Tenía un trato con la juventud del pueblo de Baeza, que atraía por su edad, organizando actos de piedad, fortaleciéndolos en el espíritu eucarístico y preparándoles para ser futuros adoradores nocturnos. Todo esto lo alternaba en vacaciones de Navidad, organizando obras de teatro y otras actividades que nos ocupaba el tiempo de ocio a los jóvenes y a los seminaristas».

La persecución religiosa desencadenada en el año 1936 le sorprendió en el Seminario de Baeza, en su puesto de trabajo, a pesar de estar en pleno verano y los alumnos de vacaciones. El 20 de julio quedó violentamente clausurado el Seminario. Don Aquilino y su compañero, don Manuel Galcerá, que era director espiritual, fueron acogidos por una familia amiga, la de don Rafael Torres López, que tenía mucho trato con los superiores del Seminario.


A los pocos días, los milicianos invadieron la casa y llevaron a la cárcel a don Rafael, a sus hijos Cristóbal y Manuel, a una sobrina y a los sacerdotes don Manuel Galcerá y don Aquilino Pastor. Este y el joven Cristóbal fueron encarcelados en los sótanos del Ayuntamiento, y los demás, en la parte más alta de la Casa Consistorial. De este modo los dos operarios quedaron separados.

El día 28 de agosto de 1936, y sin que mediara juicio ni proceso alguno, don Aquilino y el joven abogado don Cristóbal Torres fueron sacados de aquellos sótanos por los milicianos y conducidos en un camión hasta el Cerrillo del Aire, a unos nueve kilómetros de Baeza, en el término municipal de Úbeda, donde fueron asesinados. Sor Teresita del Niño Jesús, religiosa carmelita de Baeza, cuenta que oyó decir que don Aquilino iba con un semblante alegre, pronunciando fervorosas jaculatorias y dando vivas a Cristo Rey. Así celebró el primer aniversario de su Primera Misa, con su inmolación cruenta y su misa eterna en el cielo. Aquel día fue como Jesús, Sacerdote y víctima.

El 10 de octubre de 1939 fueron exhumados sus restos mortales y trasladados procesionalmente a la catedral de Baeza, y allí permanecen en la Capilla Dorada, con los demás mártires de dicha ciudad. En el lugar donde fueron asesinados don Aquilino y don Cristóbal Torres existe una cruz de hierro en su memoria.

Algunos testimonios nos ayudan a conocer mejor al operario mártir más joven. Un hermano de don Cristóbal declaró que «era don Aquilino sacerdote de vida ejemplar, apóstol de la juventud y amante de la Eucaristía».

Precisamente, lo que más sobresalía de él era su juventud llena de energía, vitalidad y alegría que cautivaba enseguida a todos. Era expansivo y comunicativo. Se caracterizó además por ser una persona bondadosa y con una simpatía arrolladora. Uno de sus seminaristas comenta que «por su juventud y celo pastoral con los seminaristas, abrió el corazón para acercarse a lo humano de los internos; por ese camino cautivó la confianza, simpatía y afecto, puntos fundamentales para que olvidáramos la nostalgia de nuestra familia, pueblo y amigos, y encontrarnos el ambiente propicio para dedicarnos de lleno a nuestra propia formación».

A pesar de vivir su sacerdocio sólo un año, «estaba muy lleno de Dios porque así lo manifestaba en su vida, apenas había cantado misa, estaba en plena “luna de miel” sacerdotal». Fue un seminarista ejemplar y por eso llegó a ser también un sacerdote «que vivía intensamente su sacerdocio y que manifestaba su piedad y devoción tanto a la persona de Cristo como a su Madre la Virgen».



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