Publicado en ÑTV el día 28 de abril de 2023.
1934. José Antonio Primo de Rivera en el entierro del estudiante falangista Matías Montero.
De nuevo, la prensa, la televisión y las redes sociales no han perdido ocasión para sacar a la actualidad el nombre de José Antonio Primo de Rivera, esta vez con motivo del sexto traslado de sus restos mortales; digamos entre paréntesis que los errores de bulto han vuelto a ilustrar la escasa atención de algunos periodistas hacia los manuales de historia, como ha sido el caso de calificarlo de “dictador”(¡). En todo caso, como se puede comprobar, nunca ha dejado de estar de actualidad.
He dicho el sexto traslado, si no me equivoco en la cuenta: de la fosa común a un nicho en el mismo cementerio de Alicante; de este nicho, a otro, cuyo importe dicen que fue sufragado por Elizabeth Adsquith, la princesa Bibiesco, amiga suya y, a la vez, de Manuel Azaña, que también dicen que intentó impedir el asesinato, a pesar de que “también era un prisionero del Frente Popular”; de este segundo nicho alicantino a El Escorial, en cortejo multitudinario a pie; de allí, al Valle de los Caídos, en 1959, también acompañado a pie por miles de falangistas que no acataron el interdicto del Almirante Carrero. Ahora, la necrofilia sectaria ha vuelto a desenterrarlo.
Finalmente -¿podemos asegurar este finalmente?- reposa en la Sacramental madrileña de San Isidro, junto a sus hermanos y algunos parientes. Esta vez ha sido por decisión de la familia, que no ha querido ofrecer en modo alguno un circo orquestado por el gobierno de Sánchez, casualmente en vísperas de elecciones; ya manifesté en su día que, como español de a pie y joseantoniano del siglo XXI, me parecía muy bien esta decisión familiar, en la seguridad de que, ahora, cualquier ciudadano podrá ir a recordarlo en sus oraciones y depositar las cinco rosas en su tumba sin que ningún agente de seguridad intervenga para disuadirlo, aunque esto no es precisamente lo que se ha visto en las imágenes de la televisión -cedidas por La Moncloa- en el momento del traslado. He titulado este artículo, acaso de forma ambigua, descansar en paz; me refería, claro está, a su cuerpo mortal, porque quiero entender que su alma ya reposa junto a Dios, a la espera -según dice nuestra Fe Católica- que se unirá, sin la huella de los trallazos de su fusilamiento, a su cuerpo glorioso el día de la Resurrección. Creo que, hasta ahora, ninguna de las Jerarquías de la Iglesia -que siguen permaneciendo mudas ante la profanación de sepulturas en España- ha puesto en tela de juicio este punto de nuestro Credo… No hace falta que, una vez más, comente las constantes injusticias que se han venido cometiendo con José Antonio tras aquel simulacro de juicio y la muerte: hacer caso omiso de sus propuestas para conseguir una España mejor y de todos, de utilizarlo para otros intereses, de tergiversar su mensaje, de elevarlo a la condición de mito inane para la historia y de convertirse, en este momento, en baza electoral ante las urnas, al socaire de la aberrante memoria democrática. Como se puede ver, nunca se ha librado de sufrir “la saña de un lado y la antipatía del otro”. En realidad, como no nos cansábamos de repetir desde aquella Plataforma 2003 -creada para conmemorar el centenario de su nacimiento- José Antonio pertenece a todos los españoles, de la misma manera que debiera pertenecer a todos, sin excepción, la propia España, en almoneda constante para unos y para otros, y, para mayor desgracia, otra vez como eterno borrador inseguro. ¿Es que es tan difícil asegurar, como quería José Antonio, la convivencia en unidad, paz, justicia y libertad, teniendo una “democracia de contenido” que supere con creces la “democracia de forma” que se ha venido ensayando a lo largo de nuestra historia reciente? Como españolito que echó los dientes en la etapa del desarrollismo y, por tanto, no conoció ni la guerra civil ni sus prolegómenos, me siguen produciendo muchos momentos de reflexión determinadas intuiciones de larga onda histórica de José Antonio y, particularmente de emoción profunda, dos momentos de su vida: el primero, el que precedió a sus últimos momentos y le hizo redactar aquella pieza tremenda, sobrecogedora y ejemplar de su Testamento, sobre todo, en punto a su Fe sin titubeos y aquella frase de “nunca es alegre morir a mi edad”. El segundo, cuando, en el curso de una cacería, se enteró del asesinato de Matías Montero, el 9 de febrero de 1934, y que le hizo exclamar: “¡Este ha sido el último acto frívolo de mi vida!”.
En el entierro de este joven estudiante de Medicina, pronunció aquella frase que ahora recordamos: “!Hermano y camarada Matías Montero! Gracias por tu ejemplo. ¡Que Dios te dé tu eterno descanso y a nosotros nos lo niegue hasta que sepamos ganar para España la cosecha que siembra tu muerte!”
José Antonio fue consecuente hasta el final, tanto en dejar de lado cualquier acto frívolo como en el hecho de ofrecer su vida para una España distinta y mejor, donde fuera la suya la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ahora está en nuestras manos -las de todos los españoles sin distinción de opiniones e ideas políticas- que ni su muerte ni la de cualquiera de quienes le acompañaban bajo la Cruz del Valle, tanto de una como de otra trinchera de aquella desdichada contienda, resulte estéril para afirmar una sociedad española del futuro, esa que queremos legar a nuestros hijos y nietos.
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