Publicado en El Español Digital, Mayo 2020
El martirio fue el destino, en 1934 y especialmente entre 1936 y 1939, de decenas de miles de religiosos y seglares católicos a manos de los militantes de los partidos políticos y centrales sindicales frentepopulistas; es decir, de los mismos que ahora: el PSOE, el PCE (Podemos-IU), los separatistas de ERC y PNV, y los anarquistas de la CNT/FAI. Según las actuales leyes internacionales desde 1945 un auténtico genocidio en toda la extensión de la palabra.
Los asesinatos no fueron suficiente, pues estuvieron precedidos mayoritariamente de terribles torturas, vejaciones y ensañamientos difíciles de creer aún hoy día, pero de los que hay pruebas incuestionables; que en la actualidad se intentan u ocultar o desacreditar. Todo ello, resultado de décadas de propaganda antirreligiosa que inocularon en buena parte de los españoles de entonces un odio cerril ideológico contra la Fe fuera de lo normal; más o menos como se viene haciendo ahora también desde hace varias decenas de años y por los mismos.
Los atroces crímenes no fueron la obra de incontrolados –sempiterno eufemismo de sus instigadores y verdugos de entonces, y de sus herederos ideológicos actuales, buscando eludir sus responsabilidades, los unos, y encubrirlas hasta hacerlas desaparecer, los otros–, sino que obedecieron a acciones deliberadas de los partidos y sindicatos citados, perfectamente planeadas desde mucho antes de producirse bien la Revolución de Octubre de 1934, bien el Alzamiento Nacional. Además, fueron crímenes cobardes cometidos sobre personas que no podían ni tenían intención de defenderse por la propia naturaleza de sus convicciones y creencias, así como también por su sexo y edad.
Aún hoy, en una actitud incalificable, no sólo se sostiene lo anterior, sino que incluso se sigue acusando a la Iglesia de instrumentalizar aquellos hechos para «reabrir heridas» y buscar la confrontación; que es lo que hacen y buscan ellos. Más aún, incluso se sugiere que hay que comprender la «ira del pueblo oprimido» contra la supuesta tiranía del clero y la masa católica puesta del lado de los «explotadores» terratenientes y de «derechas».
Nada más lejos de la realidad lo que hoy nos quieren hacer creer y que, por desgracia, una gran mayoría se ha creído ya.
La Iglesia, en una actitud lamentable, ha hecho todo lo posible porque «nadie se sintiese agraviado» con esas beatificaciones que sólo podían agraviar a los que hoy siguen las pautas de los asesinos; tampoco ha solicitado de nadie que se pida perdón, lo que debería haber hecho. Recordemos que las beatificaciones se abrieron en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, pero Pablo VI, hoy beatificado (¿?), decidió en 1963 posponerlas hasta que «el tiempo eliminara las connotaciones políticas» que pudieran tener; pero que sólo en su cabeza podían existir, cometiendo con tal proceder una injusticia añadida a la ya terrible de la forma en que fueron martirizados.
Así mismo, resulta penoso que la Iglesia optara por emplear con carácter oficial la patética expresión de “mártires del siglo XX”, en lugar de las acostumbradas durante siglos de identificar las persecuciones con el nombre propio de quien la decretó o llevó a cabo. Como vemos, de nada ha servido, sino todo lo contrario.
El argumento de que la Iglesia española estaba corrompida antes de la guerra es manifiestamente falso, pues una Iglesia corrompida no hubiera ofrecido tal pléyade de mártires en tan terribles circunstancias: 13 obispos, 4.184 sacerdotes seculares, 2.365 religiosos y 283 religiosas asesinados –algunas de ellas previa violación– y ¡ni una sola apostasía! Las cifras hoy tan frías, no consiguen darnos una idea ni siquiera aproximada del horror que se vivió en la zona dominada por el Frente Popular. Sin contar la otra pléyade de mártires, la de los seglares, asesinados en idénticas circunstancias y por la misma y única causa: el odio a la Fe.
La persecución fue consecuencia de un premeditado y bien planificado proceso de radicalización puesto en marcha por la izquierda y los separatistas desde mucho tiempo antes; como ahora. El objetivo era el exterminio de la Iglesia, algo que, en la zona frentepopulista, prácticamente consiguieron tal y como admitió orgulloso el líder del POUM, Andrés Nin: “La clase obrera ha resuelto el problema de la Iglesia, sencillamente no dejando en pie ni una siquiera (…) hemos suprimido sus sacerdotes, las iglesias y el culto”.
Uno de los mayores estudiosos de la tentativa de exterminio del catolicismo durante la nuestra contienda 1936-39, Antonio Montero, nos ha referido un sinfín de casos en los que la crueldad más extrema presidió la persecución, que incluía torturas, amputaciones de miembros, castraciones, mofas… y la promesa de que la blasfemia o la apostasía salvarían la vida del preso.
No fue excepcional ni casualidad que se alcanzaran los extremos más degradantes de la condición humana, pues es inherente a la ideología marxista, tanto socialista como comunista, así como la separatista, que profesaban los inductores y autores de tales crímenes ; lo mismo también que en la actualidad. Los relatos que nos han llegado, avalados en muchos casos por testigos nada dudosos, nos han descrito un sórdido universo de seres degenerados, consumidos por un odio que desahogaban contra todo lo que tuviera relación con la Fe: objetos, edificios y, por supuesto, personas.
Sor Apolonia
Caso uno entre miles iguales o parecidos, y perfectamente documentado fue el del martirio de Sor Apolonia del Santísimo Sacramento, superiora de las Carmelitas de la Caridad de Vic, de 70 años: “Fue cogida prisionera, llevada por los milicianos a una checa, la desnudaron y la llevaron a un patio. Le ataron muñecas y tobillos y la colgaron de un gancho a la pared del patio. Con un serrucho la cortaban, mientras ella rezaba y rogaba por sus asesinos (…) era de dominio público que el jefe de la checa de San Elías, un tal «Jorobado», cebaba en total unos trescientos cerdos con carne humana. Que muchos presos eran echados a dichas piaras y que la General de las Carmelitas de la Caridad, Madre Apolonia Lizárraga, fue una de dichas víctimas que aserraron, descuartizaron (en cuatro partes) y luego en trozos más pequeños fue devorada por dichos animales que en la citada checa engordaban… los milicianos más tarde mataron a los cerdos y vendieron los chorizos diciendo que eran chorizos de monja…”
Un ejemplo, como prácticamente todos, hoy silenciado por los que se enorgullecen y ponderan públicamente como herederos y sucesores ideológicos de aquellos, los mismos que hoy reparten carnets de progresistas y demócratas, los mismos que han implantado la tan mal denominada «ley de memoria histórica» y los mismos que buscan fosas y reclaman derechos ye indemnizaciones para las «víctimas del franquismo»; así como promocionan homenajes a aquellos criminales.
En palabras de un autor confesamente simpatizante de los frentepopuliastas, el británico Hugh Thomas, es difícil encontrar antecedentes de aquel salvajismo: “En ningún momento de la historia de Europa, y quizás incluso del mundo, se ha manifestado un odio tan apasionado contra la religión y todas sus obras”.
La España de nuestros días está siendo víctima de una nueva oleada de incontenible odio a la Fe, promocionada por los de siempre, bien que esta vez con la ayuda cómplice por omisión de casi todos, incluida la jerarquía eclesiástica y la mayoría del clero. Se permiten y vemos las mismas acciones por parte de los mismos que entonces. El final de tal camino no es difícil de prever
De nosotros depende que tal fin no llegue a producirse, pero para eso, para evitar tener que ir al martirio, hace falta que nos consideremos mártires ya, es decir, que demos la cara siempre en lo pequeño, en lo cotidiano, para no tener que darla en el calvario.
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