Publicado en el Diario Arriba de Madrid el 31 de marzo de 1959, pero de enorme actualidad. La reconciliación que odia la izquierda de hoy: izquierda zafia y resentida sin causa (y por ignorancia deseada)
De obligada lectura.
1959. Traslado de los restos mortales de José Antonio Primo de Rivera del Monasterio de El Escorial a la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.
Acudo a la cita semanal con retraso, estimulado por las impecables y ejemplares «Apuntaciones de la memoria histórica» de Antonio Castro Villacañas. Puede que hayan sorprendido a pocos o muchos, sea por convenirles sólo la «memoria histórica» del revanchismo al uso, o por no haber conocido otra «memoria histórica”, a causa de su edad, que la sectaria de quienes, a falta de un ideario creativo y prometedor, falsean la historia y desentierran, transcurridos más de sesenta años, las hachas de una guerra que debería dejarse al trabajo de investigación de historiadores ayunos de dependencias partidistas. En apoyo de lo escrito por Castro Villacañas respecto de la actitud conciliadora en que tantos nos empeñamos entonces, y a la que nos hemos mantenido fieles, desempolvo de mi archivo la parte que ahora importa de un extenso artículo publicado dos años atrás en la revista «FE», relativa al traslado de los restos de José Antonio desde la Basílica de San Lorenzo de El Escorial a la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.
Advierto que viví la guerra en «zona roja» por entero, que en mi entorno familiar convivían muy contrarias afecciones ideológicas, que presencié de muy cerca un «paseo» a plena luz del día en el caluroso agosto de 1936, que conocí aterradores crueldades y brutales ensañamientos, que pertenecí con trece años a la CNT, cuyo carné conservo, y que terminada la guerra descubrí en los textos de José Antonio Primo de Rivera las claves del anhelo revolucionario que alentaba desde niño.
Nosotros, a los que algunos han llamado «los niños de la guerra», la llevábamos dentro de nosotros mismos y acaso por ello necesitábamos a un ideal superador del conflicto que encontramos en el pensamiento joseantoniano, desvirtuado durante varios lustros y ocultado en las mazmorras del silencio a raíz de la sólo presunta democratización, en realidad totalitarismo partitocrático
1959 Portada del Diario "Arriba" de Madrid del 31 de Marzo.
RELATO DE LO QUE FUE EL TRASLADO DE LOS RESTOS DE JOSÉ ANTONIO COMO SÍMBOLO DE UNIDAD
Hacia febrero se conoció en círculos restringidos que en vísperas de la consagración y apertura de la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, prevista para el 1º de abril, Día de la Victoria, se procedería sigilosamente a la exhumación de los restos de José Antonio en el monasterio de El Escorial y a su enterramiento el pie del altar mayor del Valle. Pronto se confirmó que Carrero Blanco y su entorno querían hacerlo sin apenas otra participación que la familiar. Temían que se registrara una intempestiva manifestación multitudinaria de unidad falangista. La censura recibió orden de impedir cualquier noticia relativa a la exhumación y el traslado, en particular sobre la fecha y la hora. Las órdenes que recibió el director de «Arriba» fueron terminantes, aunque se burlaron, con particular relieve mediante un artículo en primera página del profesor Adolfo Muñoz Alonso.
Aunque no era miembro de la Centuria 20 ni del Círculo Marzo, integrados por universitarios superiores y encabezados por Eduardo Navarro, mantenía estrecha relación con sus miembros. Al conocer lo que se pretendía desde Castellana 3 comenzamos a debatir en un pequeño grupo lo que debíamos hacer para abortar la maniobra monarcotecnocrática y convertir el traslado en ostensible demostración de afirmación y vitalidad falangistas, además de aprovechar la ocasión para subrayar la dimensión de José Antonio como símbolo de la unidad nacional y revolucionaria de España y los españoles, superadora de cualesquiera resentimientos provocados por la guerra civil.
Tras debatir diversas opciones nos decidimos por la que nos pareció más expresiva y simbólica. Consistía en lo siguiente: localizar restos de un combatiente del lado rojo; encontrar asimismo una bandera de milicias falangistas combatientes y otra de milicias rojas; guardar todo ello en una arqueta; seleccionar a seis camaradas cuyos padres fueron fusilados por los rojos y a otros seis cuyos padres fueron fusilados por los nacionales, que tampoco de éstos faltaban en nuestras filas; situar los doce a la entrada de la basílica, o al pie del altar mayor, y entregar la arqueta en el momento de la inhumación de los restos de José Antonio para que reposara junto a ellos como símbolo falangista de fidelidad a su voluntad testamentaria y de unidad entre los españoles.
Todo estaba dispuesto unos días antes del traslado. Felipe Mellizo había localizado un enterramiento rojo de fortuna en lo que fuera línea de combate por Guadarrama; alguien ofreció una bandera de una centuria de la CNT cuya inscripción garantizaba que se trataba de una unidad combatiente; alguien del Frente de Juventudes prometió aportar la bandera de la centuria de Falange en que combatió su padre; también estaban localizados y comprometidos los doce camaradas. Sólo faltaba el permiso de los familiares de José Antonio y sus allegados para materializar el proyecto.
El traslado de los restos de José Antonio al Valle de los Caídos no podía hacerse, como es obvio, sin el consentimiento de la familia, cuya representación legal más evidente eran en aquel momento sus hermanos Miguel y Pilar, quienes reunieron en su torno una suerte de consejo asesor en el que, además de su sobrino Miguel, figuran Raimundo Fernández Cuesta, Jiménez Millas, Agustín Aznar y alguien más que no recuerdo. Fui el encargado de exponer la propuesta descrita. Tengo entendido que los contrarios a ella forzaron que se consultara con una autoridad superior, supongo que Carrero Blanco, organizador de las ceremonias del traslado y de consagración de la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. El caso es que nos fue denegado el permiso, sin el cual, y tal como estaban las cosas, resultaba harto problemática la posibilidad de cumplir nuestro propósito, aún resueltos a forzar cualesquiera barreras. Desistimos y nos dedicamos a conseguir que el traslado lo realizásemos el mayor número posible de falangistas, desfondando así la estrategia de silencio diseñada por Carrero Blanco y su entorno.
A la mayoría de nosotros no nos desagradaba que los restos de José Antonio abandonaran su sepultura en la basílica de San Lorenzo de El Escorial, en la que, a efectos políticos, prevalecía para los monárquicos del sistema su condición de panteón preferente de la dinastía borbónica, para nosotros «peste borbónica», término satírico acuñado por Ismael Herráiz. Borbonismo reforzado por la decisión de Franco de celebrar un funeral anual por «Alfonso XIII y demás reyes de España». Nos parecía más coherente que los despojos de José Antonio reposaran junto a los de quienes murieron por un ideal a uno y otro lado de las trincheras. No aceptábamos, sin embargo, que el traslado fuese subrepticio y vergonzante.
Las medidas coercitivas dictadas desde Castellana 3 a los ministerios concernidos no se limitaban al silenciamiento del traslado en los medios de información. Los ministerios militares impartieron órdenes estrictas que prohibían la participación castrense, aún a título personal. Los gobernadores civiles recibieron rigurosas instrucciones para impedir que de sus circunscripciones salieran autobuses con falangistas. La Guardia Civil debía interceptar y hacer retroceder a cualesquiera vehículos con falangistas que se encaminaran hacia El Escorial o el Valle de los Caídos. También en Secretaría General del Movimiento se percibían claros síntomas de inhibición. El dispositivo desplegado por Carrero Blanco habría funcionado en el caso de que sus instrucciones nos fueran desconocidas y la anomalía política de las mismas no hubiera inclinado a hacer la vista gorda a un buen número de los encargados de cumplirlas, en particular un amplio sector de la Guardia Civil y del Ejército.
Ceferino Maestú fue uno de los que con mayor eficacia movilizó multitud de falangistas de Madrid y de provincias, sin olvidar otras iniciativas, como el escrito del consejo del distrito madrileño de Buenavista. El mecanismo del boca a boca era casi el único de que unos y otros, ayunos de un instrumento de coordinación, disponíamos para que prosperase una llamada general. Resultaba imperativo, de otra parte, trasladar a la convocatoria el mensaje que simbólicamente perseguíamos con la abortada iniciativa anteriormente descrita. Con este propósito redacté el manifiesto que copio al final de este relato y una octavilla extraída de su parte final. Fueron impresos a ciclostil por diversos falangistas. Debieron hacerlo con gran dedicación ya que se distribuyeron con profusión en muy variados lugares. También, por supuesto, entre los que acudieron a El Escorial.
La orden de Presidencia prohibía que los medios informativos presenciaran la exhumación de los restos de José Antonio. Tras duras negociaciones consiguió el secretario general del Movimiento que se permitiera la asistencia de un redactor de «Arriba» para que procurase una información que se distribuiría al resto de los órganos periodísticos. Fuí el designado por el director del periódico y me trasladé a El Escorial con bastante antelación, acompañado de Eduardo Navarro, Tomás Rodríguez y Antonio Sánchez-Gijón, recién llegado de Valencia, donde cumplía el servicio militar, merced a un permiso verbal de su jefe inmediato. Ya entrada la noche logré colarlos en la basílica con la ayuda de Muñoz Alonso, cuya casa escurialense nos servía de lugar de reunión. La noche fue muy tensa.
Lo reflejan las fotografías. Hubo momentos en que la tensión estuvo a punto de provocar situaciones encrespada
Realizada la exhumación y dispuesto el féretro para el traslado salimos a reponer fuerzas en la lonja. Guardaba en el bolsillo un trozo de la madera del féretro y otro de la bandera que lo envolvía. También me apoderé subrepticiamente de la Palma de Oro empotrada en la losa funeraria. Resistí la tentación de llevármela y la entregué a Pilar Primo de Rivera, quien más tarde la dio para su guarda al Castillo de la Mota.
Amanecía y la lonja estaba casi desierta. De vez en cuando aparecía algún falangista. Nos invadía el pesimismo y el nerviosismo comenzaba a apoderarse de Ceferino Maestú que se movía sin cesar de un lado a otro. Ante el acceso al Patio de los Reyes se situó en la lonja un furgón cerrado, de los usados por el Instituto Forense, dispuesto para el rápido traslado del féretro al Valle de los Caídos. Pero de pronto la lonja comenzó a llenarse de camisas azules. Llegaban de todas partes. Hubo uno que hizo en bicicleta el viaje desde Lugo. En algunas provincias se valieron de los autobuses dispuestos para el traslado de los que debían asistir a la consagración de la Basílica, garantizando a la autoridad gubernativa que en ningún caso irían a El Escorial para la exhumación de los restos de José Antonio.
Fueron llegando ministros y altas jerarquías para asistir a la ceremonia religiosa previa al traslado. Cuando lo hizo Carrero Blanco atronaron los silbidos y las imprecaciones. Tanto que se escucharon con nitidez en el interior del templo, lleno a rebosar de camisas azules. Yo estaba dentro. Carrero pasó a mi lado con el rostro desencajado. Dos personas acudieron a tranquilizarlo, pero sus palabras rezumaban ironía: Asensio y Solís.
Terminada la ceremonia religiosa se rompió todo protocolo. Una vez en la lonja se impidió que el féretro fuera introducido en el furgón por quienes lo sacaron de la basílica. A hombros de los falangistas que arrebataron las andas, el cortejo inició la marcha hacia el Valle de los Caídos. Asistíamos a un segundo entierro de José Antonio, aunque esta vez absolutamente espontáneo y a contrapelo de la decisión oficial de ocultarlo.
Fue prodigioso que no se registraran incidentes. Los relevos para llevar las andas sobre las que estaba depositado el féretro se hacían sin organización previa alguna. Unos a otros se cedían el puesto cada pocos minutos para que lo portaran el mayor número posible. Recuerdo que en una de las dos ocasiones en que lo hice se me acercó Joaquín Ruiz Jiménez para pedirme, con los ojos humedecidos por la emoción, que le cediera el puesto a su hijo, para que siempre recordara que había tenido el honor de portar a José Antonio.
El entero atrio del Valle de los Caídos se llenó de camisas azules. Es impresionante la fotografía de gran tamaño, tomada desde lo alto, que conservo. Carrero Blanco no se atrevió a entrar en la basílica con las demás autoridades y lo hizo desde el monasterio, tras la comunidad benedictina. Creo que nunca perdonó aquella rebelión falangista, la cual acentuó sus antiguos y permanentes recelos hacia José Antonio y Falange Española. Como monárquico irreductible que era, les reprochaba la apuesta republicana; y tampoco su confesionalismo podía admitir que, pese a su entraña católica, postularan la separación de potestades entre la Iglesia y el Estado, cuestión ésta en la que FE de las JONS se anticipó al Concilio Vaticano II.
Las demostraciones falangistas continuaron en Madrid hasta bien entrada la noche. Fue aquella una excepcional coyuntura que no supimos aprovechar, convirtiendo tan espléndida y espontánea asamblea en estructura política con proyección de futuro y al margen del Movimiento.
De aquella jornada escribí en «Arriba», según afirmaba con frecuencia Antonio Izquierdo, una de las mejores crónicas de mi vida profesional. Y haciendo memoria de lo acaecido desde entonces escribí tiempo más tarde que aquel apasionante episodio configuró en realidad el canto del cisne de Falange Española de las JONS. Pero no del anhelo de revolución y del espíritu joseantoniano al que no pocos seguimos siendo fieles como estilo de vida y en cuanto soporte para indagar soluciones de futuro acordes con las incógnitas que propone el final de ciclo histórico de civilización relativista en que el mundo actual se debate.
MANIFIESTO
ESPAÑOLES:
El día 30 vamos a trasladar los restos de José Antonio desde el Monasterio de El Escorial al Valle de los Caídos. No es hora de bizantinismos ni de rasgarse las vestiduras. Pensad que tampoco fue escogida por la Falange la tumba de El Escorial. Meditad que lo que importa no es una falsa cuestión de prestigio, como algunos quieren hacernos creer, sino el insertar la figura de José Antonio en su verdadera dimensión de símbolo de la unidad revolucionaria del pueblo español.
Si el Estado es fiel a las leyes que dicta, si es fiel al Decreto de la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, la Basílica habrá de albergar a todos los que murieron en la lucha y en ambición de una España mejor, de una Revolución para España. Indistintamente de las banderas bajo las que, con la suprema limpieza del heroísmo y del sacrificio por un ideal, militaron un día.
Si el Valle de los Caídos va a ser eso, el resumen de la unidad nacional, la liquidación del espíritu de guerra civil entre los españoles, será más apropiado y justo lugar de reposo para los restos de José Antonio, que la vecindad dinástica de El Escorial.
La Falange estuvo en unas determinadas trincheras, porque se jugaba el destino de España. Pero la razón revolucionaria de la Falange, la acercaba política y socialmente más a las trincheras de enfrente, que aquellas en las que combatía. El destino colocó a la Falange en una disyuntiva dramática. Precisamente por eso, la Falange representaba la única posibilidad de victoria para todos, de inauguración tras la guerra de una empresa revolucionaria que nacionalizase la izquierda española.
Por su pensamiento político y por su muerte, José Antonio ha de ser símbolo de la unidad revolucionaria entre los españoles.
No podemos consentir que la derecha española, encaramada en el Régimen, convierta a José Antonio en tapadera de actitudes sectarias y de maniobras contra el pueblo y contra la misma Falange.
Si José Antonio va al Valle de los Caídos, tiene que ser porque el Valle de los Caídos acoja a los muertos de España, sean del lado que sean y sin discriminaciones de ningún género. La Cruz no puede amparar al fariseísmo de los muertos buenos y de los muertos malos. Y mucho menos la perpetuación de la guerra civil.
Si José Antonio va al Valle de los Caídos es para insertarse en la Comunión de los muertos. No aceptaremos la hipocresía de las derechas de negar sepultura común y oraciones comunes a quienes también murieron, como los nuestros, porque no estaban conformes con la España injusta que les tocó vivir. Nosotros entendemos la misericordia divina sin la falacia de los que hacen del Catolicismo una profesión política.
Nosotros queremos a José Antonio como símbolo de la Revolución. Esta es la única garantía que exigimos.
Camaradas, el día 30 sólo cabe un grito:
Caídos por la Revolución: ¡Presentes!
Y una afirmación: ¡Victoria para todos!
Y una demanda: Liquidación definitiva de la guerra civil.
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